"Lo sé porque Tyler lo sabe"
Esa frase salpica todo el libro y es la que se me quedó al cerrarlo. Desde el primer capítulo quedé atrapada por la conexión del protagonista con ese misterioso Tyler que todo lo sabía. Ese Tyler transgresor que enseñaba el camino a tanta gente. No, no me di cuenta de lo que pasaba hasta que se explica hacia el final, aunque lo caótico de los pensamientos del narrador iba dejando pistas.
El protagonista acude a grupos para enfermos al borde de la muerte para poder dormir por las noches y eso se refleja en la narración caótica, a ratos desordenada, en primera persona. Da la sensación de que no está cuerdo, que es altamente inestable y violento, pero a la vez lo justifica ya que aunque sea uno de los fundadores, no es el único que va al club de la lucha, sino que media ciudad participa y se exportará al resto del país.
Me sorprende que no esté en ningún psiquiátrico, pero hasta que conoce a Tyler e interactúa un poco más con Marla (altamente autodestructiva) no se relaciona demasiado con nadie, y ellos tampoco van a llevarle por el buen camino.
La trama argumental del jabón me parece absolutamente disparatada. Se dedican a hervir grasa (de liposucciones, por ejemplo) para hacer jabón; al principio por necesidad y luego por venderlo a ricos a 20 $ la pastilla. Sigo sin verle el sentido a esa forma de ganar dinero. Ni cómo se lo puede comprar la gente.
Y al final se va de las manos. Los miembros del club de la lucha, que obedecen a Tyler hasta límites absurdos, como si fuera una especie de Dios, se vuelven como una especie de ejército siniestro para sembrar el desorden y la desinformación. Y Tyler se descubre, provocando el desenlace que necesitaba el narrador, que queda con una sonrisa permanente y sin razón.
Me quedo con la duda de qué les parecería a los parroquianos del bar la primera pelea, la que dio origen al Club de la lucha.
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